En una de tantas noches de sueño frágil, dando vueltas sin saber que hacer, topé con una hoja de papel. Era una de esas que utilizaría para escribir alguna carta de amor, cuando las escribía y perfumaba...
Blanca y transparente, virgen por sus dos caras, se encontraba doblada por la mitad. Posaba sus bordes sobre una mesa redonda de frío mármol. Con su cúspide hacia arriba y sus laderas en declive, daba un aire a tienda de campaña de tela blanca, a un circo blanco, a la casa blanca de un escritor de papel. Sin duda, era mucho más...
Tan pronto la vi, arrastró mi atención. Cautivo de mi curiosidad, no pude contenerme y frente a ella me senté. Intrigado, la observé todo los minutos que quise.
Al tiempo, obligado por las ganas, sobre su erguido vértice supremo, con suavidad, coloqué mi dedo, ese que utilizo para descubrir y mimar el sitio mágico que dispara el húmedo placer en aquellas mujeres que saben del arte de dejarse amar.
Presionándola hacia abajo y sobre la superficie de la mesa, al sentir mi fuerza se dejó dominar, y sensual cedió con prestancia, lo que produjo en mí una excitante sensación que me estremeció. Me alteraba la forma en que su cuerpo se curvaba al tiempo que la tocaba.
Sus dos pendientes, al separarse una de otra, resbalaron en silencio sobre la leve superficie del mármol, abriéndose lentamente, tal y como lo harían las piernas firmes y sutiles de una hermosa bailarina vestida de blanco.
No perdió su estampa, mucho menos su apariencia. Solo se extendió espléndida en la mesa, ofreciendo dos concavidades simétricas, que seductoras, me observaban desde abajo. Lo que más me afiebraba, era cuando me daba a entender que su delicada voluptuosidad, su gozo, era para mí y por mí. Esa era su virtud.
Su centro, el ápice por donde doblaba soportando la presión controlada de mi lujurioso dedo, se mantuvo erecto y turgente, ligeramente elevado. Cuando lo solté, ascendió desafiante. Llegué a pensar, que en un lance fascinador, me estaba incitando a jugar con ella, pidiéndome que la tocara más y más veces.
Eso hice.
Mi dedo se paseó por ella de un lado a otro, una y otra vez. Sentí su fuerza y a la vez su fragilidad.
Pasé a hacer lo mismo con mi barbilla y luego con mis labios. Al acercar mi boca a su blanquísima desnudez, la hice temblar con mi aliento y eso me exaltó.
Cimbrada, jugó entre mis dedos. Mis labios entreabiertos la recorrieron. Llegué hasta besarla y por un instante, a sabiendas que podía hacerle daño, la rocé con la punta de mi lengua.
Graciosa, se dejó dominar, dando la impresión de haber disfrutado toda la vela, tanto como lo hice yo. Esa noche gocé inmensamente con ella, por lo que perdí el sentido del tiempo, cayendo rendido al placido sueño que deja olvidado el placer, cuando se va.
A la mañana siguiente, mi albo papiro del deseo, mudo de palabras escritas, ya no estaba en ningún lugar. Aquella blanca hoja de papel fue mujer y tuve sexo con ella.
Jamás la olvidé.
Blanca y transparente, virgen por sus dos caras, se encontraba doblada por la mitad. Posaba sus bordes sobre una mesa redonda de frío mármol. Con su cúspide hacia arriba y sus laderas en declive, daba un aire a tienda de campaña de tela blanca, a un circo blanco, a la casa blanca de un escritor de papel. Sin duda, era mucho más...
Tan pronto la vi, arrastró mi atención. Cautivo de mi curiosidad, no pude contenerme y frente a ella me senté. Intrigado, la observé todo los minutos que quise.
Al tiempo, obligado por las ganas, sobre su erguido vértice supremo, con suavidad, coloqué mi dedo, ese que utilizo para descubrir y mimar el sitio mágico que dispara el húmedo placer en aquellas mujeres que saben del arte de dejarse amar.
Presionándola hacia abajo y sobre la superficie de la mesa, al sentir mi fuerza se dejó dominar, y sensual cedió con prestancia, lo que produjo en mí una excitante sensación que me estremeció. Me alteraba la forma en que su cuerpo se curvaba al tiempo que la tocaba.
Sus dos pendientes, al separarse una de otra, resbalaron en silencio sobre la leve superficie del mármol, abriéndose lentamente, tal y como lo harían las piernas firmes y sutiles de una hermosa bailarina vestida de blanco.
No perdió su estampa, mucho menos su apariencia. Solo se extendió espléndida en la mesa, ofreciendo dos concavidades simétricas, que seductoras, me observaban desde abajo. Lo que más me afiebraba, era cuando me daba a entender que su delicada voluptuosidad, su gozo, era para mí y por mí. Esa era su virtud.
Su centro, el ápice por donde doblaba soportando la presión controlada de mi lujurioso dedo, se mantuvo erecto y turgente, ligeramente elevado. Cuando lo solté, ascendió desafiante. Llegué a pensar, que en un lance fascinador, me estaba incitando a jugar con ella, pidiéndome que la tocara más y más veces.
Eso hice.
Mi dedo se paseó por ella de un lado a otro, una y otra vez. Sentí su fuerza y a la vez su fragilidad.
Pasé a hacer lo mismo con mi barbilla y luego con mis labios. Al acercar mi boca a su blanquísima desnudez, la hice temblar con mi aliento y eso me exaltó.
Cimbrada, jugó entre mis dedos. Mis labios entreabiertos la recorrieron. Llegué hasta besarla y por un instante, a sabiendas que podía hacerle daño, la rocé con la punta de mi lengua.
Graciosa, se dejó dominar, dando la impresión de haber disfrutado toda la vela, tanto como lo hice yo. Esa noche gocé inmensamente con ella, por lo que perdí el sentido del tiempo, cayendo rendido al placido sueño que deja olvidado el placer, cuando se va.
A la mañana siguiente, mi albo papiro del deseo, mudo de palabras escritas, ya no estaba en ningún lugar. Aquella blanca hoja de papel fue mujer y tuve sexo con ella.
Jamás la olvidé.
CARLOS G. B.
4 comentarios:
TU GENIALIDAD ES INCOMPARABLE!
Uno de mis preferidos!
No hice más que viajar contigo. Con unas ganas irremediables de sentir en mi piel, aunque sea por un instante, la tuya.
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