Recuerdo la primera vez que vi a Johana de manera diferente. Allí estaba frente a mí, sus piernas descubiertas bajo una minifalda azul me mostraban unos bruñidos muslos que comenzaron a perturbar mi entendimiento de una manera que nunca había vivido. De la nada se agachó a hacer no se que y tuve una imagen conturbadora al extremo. Pude ver un pedacito triangular de tela de un blanco impoluto que adquiría una forma convexa y sombreada mientras se arrebujaba al contornear por el centro sus redondeadas e incitantes nalgas que apenas, lateralmente, asomaban. El instante duró más de lo que pudiese pensarse como normal. La verdad es que desde mi punto de vista fue como si el tiempo se hubiera detenido y ya Einstein explicó que esto es factible. Irremediablemente fui arrancado drásticamente de mi momento de éxtasis cuando Alfredo colocó de un golpe seco su mano izquierda en mi hombro mientras me daba un trago y me decía – lo está haciendo a propósito – .
La casa de los Fernández cuenta con dos amplios jardines, uno adelante y otro atrás que se comunican por un costado señoreado por una mata inmensa de mamón, todo el perímetro se encuentra rodeado por un muro vegetal conformado por ese tipo de arbusto que se corta dándole formas, a veces caprichosas. En fin, nos encontrábamos en el jardín posterior celebrando el cumpleaños de Luis Fernando (Fernández), un tipo alto y narizón que casi siempre se vestía con bragas de blue jean, hasta en su propio cumpleaños. Rigoberto me miró con una sonrisa delatora de perversidad y Víctor subía y bajaba las cejas mientras se mordía los labios de una manera que no me gustó. Mariano, que siempre se me adelantaba en todo, se acercó a Johana que para ese momento se encontraba de pie y cagada de la risa, acompañada de Amelia y Marta, quienes sonreían con picardía. Yo dejé caer en la grama mi cordura y el vaso que Alfredo había puesto en mi sudada y parkinsoniana mano. Cuenta me di de lo que tendría que enfrentar de ahora en adelante, de que la vida no iba a ser fácil, que tendría competencia y que desde este instante, una a una, solo iría sumando razones en la vida para no dormir. Había encontrado algo terriblemente intenso y sobrecogedor: el gusto embrujador hacia las hembras de la especie. Los mayores se encargaban de la parrilla entre una niebla de humo y whiskies a la vez que conversaban de un tal candidato Piñerua. Yo me fui a servir otro trago de Kolita. Tendría para ese entonce unos siete u ocho años.
Los descubrimientos no cesaron ahí. El fuego de la parrilla se reinventaba con la noche, los adultos hacían de su conversación algo cada vez más ecléctico mientras yo no podía barrer de mi cabeza aquella visión que para mí desasosiego se había quedado prendada en, ya para entonces, mí obsesiva memoria . Me encontraba sentado en un columpio cuando Alfredo se me acerca con una sonrisa diabólica desdibujada en su pecoso rostro pelirrojo y excitado me dijo – Marcos, Marcos, tú le gustas, me lo dijo Amelia, ¡tú le gustas! Y quiere que le pidas empate – ¿Qué le pida qué? –. Dije yo sintiéndome como si un enjambre de enardecidas abejas africanas me envolviera, cubriendo mi cuerpo de infinitos y diminutos aguijones. – Empate, empate, que le pidas empate –.
Descubrí ese día que me gustan las mujeres, descubrí la pasión que se puede sentir por ellas y descubrí que ellas también pueden sentir eso mismo por uno. Lo que no tuve muy claro es que podía hacer yo con toda esa información ¿Qué haría ahora con esa pesada responsabilidad? En ese momento deseé que ocurriese un terremoto, que se abriera una enorme grieta en aquel cálido jardín y que la tierra me devorara y me sacara de ahí para siempre, estaba aterrado. Obviamente nada de eso sucedió y la realidad me cayó como un deslave vargasiano cuando Johana se me acercó. Primero me vio en la distancia y como la Gorgona, me petrificó; caminó lentamente hacia mi mientras yo miraba hacia los lados como buscando una razón X que motivara su acercamiento. Paso a paso, cada vez más segura se plantó frente a mí viéndome desde arriba, era más alta. Me tomó por los cachetes que parecían dos manzanas rojas y flácidas y me estampilló un besito en la boca, se sonrió, se despidió y me dijo mirándome a los ojos: – nos vemos mañana –. Yo empecé a levitar y desde arriba vi a un enfurecido y puntiforme Mariano haciéndome un gesto amenazante con el puño; me supo a gloria. Me seguí elevando hasta que desaparecí por encima de las nubes y me puse a la altura de los satélites, los cuales giraban en una coreografía que me recordaba al Baile de los Cisnes. Esa noche, como comprenderán, no dormí un carajo.
Mis amores con Johana duraron dos semanas, quizás menos pero eso sí, fue lo más intenso que me había tocado vivir hasta entonces. Recuerdo que una vez, después de haber escuchado un truculento cuento del mismísimo Rigoberto, ese enano que reencarnaba a la perfección esos diabólicos polimorfos freudianos, me enteré de la existencia de un tipo de beso especial mediante el cual uno tenía que introducir su salivosa lengua en la boca de ella. Lo hice con Johana, ¡Lo hice!; La besé con la boca cerrada, saqué mi lengua y la insinué entre sus rojitos labios. No recuerdo bien cuál fue su reacción pero tengo la impresión de que para ambos la sensación fue la de dibujar un gigante signo de interrogación sobre nuestras cabezas. Fue mi primera innovación desde mi reciente comienzo en el arte amatorio y a la cual no me hubiera atrevido sino hubiese sido por Johana.
Sin saber en realidad porque, dejamos de vernos. Yo volví a mis Legos y ella a sus Barbies, supongo. Lo cierto es que pasaron dos años más hasta que por razones del trabajo de mi papá nos tuvimos que venir a la capital. Dos años que transcurrieron entre árboles, bicicletas y fósforos. Alfredo, Rigoberto y yo, después de la escuela, nos la pasábamos quemando cosas en tejados de casas abandonadas y si no, dando extensos paseos en bicicleta por aquel tranquilo campo petrolero en lo profundo del oriente venezolano donde, eventualmente, éramos emboscados por Mariano quien nos retaba a alguna carrera que siempre ganaba él; a mí no me importaba, yo me había llevado el beso de Johana, cosa que nunca superó. Durante aquel tiempo, Johana y yo, no volvimos a besarnos, apenas intercambiábamos las palabras necesarias para una sana convivencia colegial y poco más. Lo que si hacíamos era cruzar miradas, pocas la verdad, pero suficientes para trasmitir cierta complicidad que había nacido entre nosotros. Más nunca supe de ella, amén, de lo que mi memoria atesora: aquel beso.
La casa de los Fernández cuenta con dos amplios jardines, uno adelante y otro atrás que se comunican por un costado señoreado por una mata inmensa de mamón, todo el perímetro se encuentra rodeado por un muro vegetal conformado por ese tipo de arbusto que se corta dándole formas, a veces caprichosas. En fin, nos encontrábamos en el jardín posterior celebrando el cumpleaños de Luis Fernando (Fernández), un tipo alto y narizón que casi siempre se vestía con bragas de blue jean, hasta en su propio cumpleaños. Rigoberto me miró con una sonrisa delatora de perversidad y Víctor subía y bajaba las cejas mientras se mordía los labios de una manera que no me gustó. Mariano, que siempre se me adelantaba en todo, se acercó a Johana que para ese momento se encontraba de pie y cagada de la risa, acompañada de Amelia y Marta, quienes sonreían con picardía. Yo dejé caer en la grama mi cordura y el vaso que Alfredo había puesto en mi sudada y parkinsoniana mano. Cuenta me di de lo que tendría que enfrentar de ahora en adelante, de que la vida no iba a ser fácil, que tendría competencia y que desde este instante, una a una, solo iría sumando razones en la vida para no dormir. Había encontrado algo terriblemente intenso y sobrecogedor: el gusto embrujador hacia las hembras de la especie. Los mayores se encargaban de la parrilla entre una niebla de humo y whiskies a la vez que conversaban de un tal candidato Piñerua. Yo me fui a servir otro trago de Kolita. Tendría para ese entonce unos siete u ocho años.
Los descubrimientos no cesaron ahí. El fuego de la parrilla se reinventaba con la noche, los adultos hacían de su conversación algo cada vez más ecléctico mientras yo no podía barrer de mi cabeza aquella visión que para mí desasosiego se había quedado prendada en, ya para entonces, mí obsesiva memoria . Me encontraba sentado en un columpio cuando Alfredo se me acerca con una sonrisa diabólica desdibujada en su pecoso rostro pelirrojo y excitado me dijo – Marcos, Marcos, tú le gustas, me lo dijo Amelia, ¡tú le gustas! Y quiere que le pidas empate – ¿Qué le pida qué? –. Dije yo sintiéndome como si un enjambre de enardecidas abejas africanas me envolviera, cubriendo mi cuerpo de infinitos y diminutos aguijones. – Empate, empate, que le pidas empate –.
Descubrí ese día que me gustan las mujeres, descubrí la pasión que se puede sentir por ellas y descubrí que ellas también pueden sentir eso mismo por uno. Lo que no tuve muy claro es que podía hacer yo con toda esa información ¿Qué haría ahora con esa pesada responsabilidad? En ese momento deseé que ocurriese un terremoto, que se abriera una enorme grieta en aquel cálido jardín y que la tierra me devorara y me sacara de ahí para siempre, estaba aterrado. Obviamente nada de eso sucedió y la realidad me cayó como un deslave vargasiano cuando Johana se me acercó. Primero me vio en la distancia y como la Gorgona, me petrificó; caminó lentamente hacia mi mientras yo miraba hacia los lados como buscando una razón X que motivara su acercamiento. Paso a paso, cada vez más segura se plantó frente a mí viéndome desde arriba, era más alta. Me tomó por los cachetes que parecían dos manzanas rojas y flácidas y me estampilló un besito en la boca, se sonrió, se despidió y me dijo mirándome a los ojos: – nos vemos mañana –. Yo empecé a levitar y desde arriba vi a un enfurecido y puntiforme Mariano haciéndome un gesto amenazante con el puño; me supo a gloria. Me seguí elevando hasta que desaparecí por encima de las nubes y me puse a la altura de los satélites, los cuales giraban en una coreografía que me recordaba al Baile de los Cisnes. Esa noche, como comprenderán, no dormí un carajo.
Mis amores con Johana duraron dos semanas, quizás menos pero eso sí, fue lo más intenso que me había tocado vivir hasta entonces. Recuerdo que una vez, después de haber escuchado un truculento cuento del mismísimo Rigoberto, ese enano que reencarnaba a la perfección esos diabólicos polimorfos freudianos, me enteré de la existencia de un tipo de beso especial mediante el cual uno tenía que introducir su salivosa lengua en la boca de ella. Lo hice con Johana, ¡Lo hice!; La besé con la boca cerrada, saqué mi lengua y la insinué entre sus rojitos labios. No recuerdo bien cuál fue su reacción pero tengo la impresión de que para ambos la sensación fue la de dibujar un gigante signo de interrogación sobre nuestras cabezas. Fue mi primera innovación desde mi reciente comienzo en el arte amatorio y a la cual no me hubiera atrevido sino hubiese sido por Johana.
Sin saber en realidad porque, dejamos de vernos. Yo volví a mis Legos y ella a sus Barbies, supongo. Lo cierto es que pasaron dos años más hasta que por razones del trabajo de mi papá nos tuvimos que venir a la capital. Dos años que transcurrieron entre árboles, bicicletas y fósforos. Alfredo, Rigoberto y yo, después de la escuela, nos la pasábamos quemando cosas en tejados de casas abandonadas y si no, dando extensos paseos en bicicleta por aquel tranquilo campo petrolero en lo profundo del oriente venezolano donde, eventualmente, éramos emboscados por Mariano quien nos retaba a alguna carrera que siempre ganaba él; a mí no me importaba, yo me había llevado el beso de Johana, cosa que nunca superó. Durante aquel tiempo, Johana y yo, no volvimos a besarnos, apenas intercambiábamos las palabras necesarias para una sana convivencia colegial y poco más. Lo que si hacíamos era cruzar miradas, pocas la verdad, pero suficientes para trasmitir cierta complicidad que había nacido entre nosotros. Más nunca supe de ella, amén, de lo que mi memoria atesora: aquel beso.
CARLOS G. B.
2 comentarios:
Que bonita historia, me hizo recordar mi primer beso, ummmmmm de veras es inolvidable..... Como siempre, excelente lo que escribes.
Fanny Marìa Guzmàn Yuliani.
Muy buena recordacion. Esta historia no la conocia. Recuerdo algo semellante en mi vida, junto a una balisa de futebol. Ella tenia ojos azules y no mini-falda azul. Pero hoy todavia nos encontramos y ella continua bonita como com 8 años.
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