Escucho una corneta y se que eres tú, me traes libros y revistas de un mundo que se me hace cada vez más lejano. Leemos poesía hasta la nausea y escuchamos música electrónica. Tomamos ron en vasitos de peltre y conversamos como dementes por horas hasta el amanecer, en aquel rancho de palos a la orilla del mar que se ha transformado más que en mi casa en mi guarida. Siempre me intrigaron tu fidelidad de amiga y tus postales de cumpleaños. Eres por mucho mi cable a tierra, la única persona con la que puedo compartir mis historias y mis sueños. Amanece una vez más y te cuento aquel que por la mueca que hiciste se que no te gustó.
Mis pasos titubeantes se dejan caer sobre sus huellas, uno sigue al otro desdeñando el arte milenario de caminar por la jungla sin hacer ruido. Los mosquitos son un recordatorio de estar vivo como lo son los roces inevitables de espinas y hojas de guaritotos con mi piel ardida. La algarabía profusa de las aves sigue rastros invisibles en el aire y despierta al sol, que apenas se filtra por el grueso manto vegetal que cubre mi azaroso andar. Exhausto, al fin diviso un claro en el monte, un espacio donde la luz se desploma como desde una cascada. Accedo al claro haciendo uso de mis últimas fuerzas y después de apartar unos juncos, doy a parar de rodillas sobre un banco de arena rosada en la orilla del remanso de aquel río que bien conoces. El cielo cae sobre mi nuca tan de golpe que sólo me permite ver hacia abajo y distinguir los reflejos tintineantes que hace el sol sobre las vacilaciones del río. Del otro lado, corriente arriba, en el medio de ese juego de luz y agua, contrasta una sombra que al acercarse deja de serlo; ahora es un cuerpo que flota inerte en la superficie del río y se aproxima a mí cada vez con más prisa. Me intriga el aspecto de su cara, una curiosidad morbosa por saber a quien pertenece me sacude. Sus manos parecen asirse a unos rastrojos, compañeros de su desdicha; desnudado por el río está tan cerca que pudiera sujetarlo por el cabello y arrastrarlo a la orilla pero no lo hago. Al pasar frente a mí, se da vuelta y deja que el sol lama su barriga mordida por peces de río. Su rostro, el de un anciano arrugado, me acongoja. El viejo hinchado por su destino sigue a lo largo del curso del río hasta perderse por donde sabemos, me perderé yo algún día.
Un coco cae al suelo haciendo un gesto de bofetada mientras el viento arrastra consigo esas ausencias que solemos llamar recuerdos y pienso en ti, sola, acostada en la orilla de una playa. Me rindo en la arena, cierro los ojos y me duermo, nos dormimos. No pasa mucho tiempo hasta que despierto. Permanezco un buen rato como extraviado de mi mismo. Decido levantarme y al hacerlo siento calambres que me muerden por todo el cuerpo. Me percibo torpe e infiero que es porque estoy recién levantado, me arrastro al río y mientras reconozco con indecible horror el rostro del ahogado en su calmo reflejo, tú, aquel amanecer, continúas durmiendo sola arrullada por las olas y sueñas con un anciano perdido, llorando frente a un espejo de agua.
Mis pasos titubeantes se dejan caer sobre sus huellas, uno sigue al otro desdeñando el arte milenario de caminar por la jungla sin hacer ruido. Los mosquitos son un recordatorio de estar vivo como lo son los roces inevitables de espinas y hojas de guaritotos con mi piel ardida. La algarabía profusa de las aves sigue rastros invisibles en el aire y despierta al sol, que apenas se filtra por el grueso manto vegetal que cubre mi azaroso andar. Exhausto, al fin diviso un claro en el monte, un espacio donde la luz se desploma como desde una cascada. Accedo al claro haciendo uso de mis últimas fuerzas y después de apartar unos juncos, doy a parar de rodillas sobre un banco de arena rosada en la orilla del remanso de aquel río que bien conoces. El cielo cae sobre mi nuca tan de golpe que sólo me permite ver hacia abajo y distinguir los reflejos tintineantes que hace el sol sobre las vacilaciones del río. Del otro lado, corriente arriba, en el medio de ese juego de luz y agua, contrasta una sombra que al acercarse deja de serlo; ahora es un cuerpo que flota inerte en la superficie del río y se aproxima a mí cada vez con más prisa. Me intriga el aspecto de su cara, una curiosidad morbosa por saber a quien pertenece me sacude. Sus manos parecen asirse a unos rastrojos, compañeros de su desdicha; desnudado por el río está tan cerca que pudiera sujetarlo por el cabello y arrastrarlo a la orilla pero no lo hago. Al pasar frente a mí, se da vuelta y deja que el sol lama su barriga mordida por peces de río. Su rostro, el de un anciano arrugado, me acongoja. El viejo hinchado por su destino sigue a lo largo del curso del río hasta perderse por donde sabemos, me perderé yo algún día.
Un coco cae al suelo haciendo un gesto de bofetada mientras el viento arrastra consigo esas ausencias que solemos llamar recuerdos y pienso en ti, sola, acostada en la orilla de una playa. Me rindo en la arena, cierro los ojos y me duermo, nos dormimos. No pasa mucho tiempo hasta que despierto. Permanezco un buen rato como extraviado de mi mismo. Decido levantarme y al hacerlo siento calambres que me muerden por todo el cuerpo. Me percibo torpe e infiero que es porque estoy recién levantado, me arrastro al río y mientras reconozco con indecible horror el rostro del ahogado en su calmo reflejo, tú, aquel amanecer, continúas durmiendo sola arrullada por las olas y sueñas con un anciano perdido, llorando frente a un espejo de agua.
CARLOS G. B.
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