De pronto como el querubín de una fuente barroca, escupió un buche de agua sobre el espejo empañado que la observaba desde hace ya algún tiempo y vio su reflejo en él; vio sus ojos inmensos y negros como el carbón, profundos, cautivantes, vio su nariz perfecta, no muy grande no muy pequeña, vio su boca entreabierta que apenas mostraba sus dientes correctamente alineados, los de arriba un poco por delante de los de abajo, blancos como el algodón, enmarcados por unos labios carnosos y rojos que describen ese prodigio geométrico, esa forma perfecta que es su boca, coqueta, incitante, que llevará al delirio a quien se percate de su existencia. Su rostro de Venus emergiendo de algún mítico lago en la paleta de cualquier pintor romántico, se le mostró perturbado en el espejo al tiempo que se insinuaba a través de su cabello también negro Art Nouveau a lo Louise Brooks. Arrugó la frente y se preguntó, cuanto durará todo esto, su mítica belleza, el agua caliente, el agua, su juventud, su vida, su civilización y su cultura, el planeta que habita, el sol, las estrellas, el universo, su espíritu, Dios, la canción de Mraz que entraba por la ventana; cuanto durarán.
Mientras observaba en el espejo las gotitas de agua corriendo por su frente sobrepasando sus cejas, goteando por sus pestañas como cascadas de un mundo diminuto, en caída libre por sus mejillas sonrojadas por el calor, entendió la finitud de todo; cada cosa tiene su principio y su final, su alma, absolutamente todo perecerá. Fue entonces cuando se sintió liberada, se despreocupó, se desancló de si misma y se abrió al universo y sus mil caras, si se puede expresar así. Se dio cuenta por primera vez en su vida que la juventud es un espejismo del tiempo y que el tiempo es sólo un círculo invisible. Al salir del baño, mientras se consentía con la toalla, se sintió reconfortada por la ducha que acababa de tomar y reconoció que fue buena idea colocar aquel espejo en la regadera.
CARLOS G. B.