Hubo una vez que cierto número de escritores muy conocidos dejaron de escribir. Preocupados por la parvedad de imágenes literarias se congregaron para tratar sobre el asunto. Después de divagar durante días entre los posibles motivos que condujeron a tan terrible situación, decidieron pautar una serie de asambleas que a modo de tertulias tendrían a buen fin propiciar conversaciones de altura, de las cuales esperaban, emanarían las anheladas ideas. Con el fin de enriquecer aún más el nivel de estas reuniones, invitarían a intelectuales que oportunamente seleccionarían.
Pasaron los meses y ninguno de ellos parecía lograr nada positivo de estos arreglados conclaves. Ya en los últimos encuentros el ambiente era de tensión y frustración; en vez de charlas generosas en motivos inspirativos lo que se escuchaba eran debates que con frecuencia tornaban a meras griterías de bajo y soez nivel.
Exacerbaba su malhumor el hecho de que escritores ajenos a su grupo, muchos de ellos casi desconocidos, lograran publicar sus obras aunque fuera solo en revistas marginales. Consideraban a estos como advenedizos poco inteligentes y se enfurecían cuando los entrevistaba algún periodista o eran galardonados con alguno que otro premio independiente.
En la última reunión, el grupo acordó constituir una asociación civil de escritores que como un sindicato, se encargaría de defender los intereses del mundo de las letras.
En un acto cargado de pompa y boato se redactaron los principios que definirían a un verdadero y real escritor. Se establecieron los cánones que reglarían, de ahora en adelante, al mundo literario. Una de estas normas establecía la necesidad de exigir a todo aquel que se llamara así mismo escritor, una licencia para escribir.
El siguiente paso era obtener el carácter de ley para sus premisas; para ello nombraron una comisión que se encargaría de establecer el enlace pertinente con la oficina del Gobierno responsable de tales asuntos.
Una vez concretada la audiencia, dicha comisión fue recibida por un alto funcionario del Ministerio de la Cultura, quien después de estudiar sesudamente las propuestas dijo estar de acuerdo en todo, aún así, sugería agregar como requisito indispensable para obtener la controversial licencia, la evaluación por parte de funcionarios del Ministerio de al menos tres obras inéditas escritas por el solicitante para tal fin. Esto causó estupor en el grupo de escritores que con mala cara y sintiéndose defraudados por quienes consideraban debían promover la cultura, rechazaron lo que dieron por llamar un acto de intolerable censura. De inmediato abandonaron el lugar dejando las cosas tal y como estaban.
Desde entonces los escritores utilizan con frecuencia el celebre refrán que algún remoto agorero hiciese popular: “Nadie es profeta en su tierra”.
Pasaron los meses y ninguno de ellos parecía lograr nada positivo de estos arreglados conclaves. Ya en los últimos encuentros el ambiente era de tensión y frustración; en vez de charlas generosas en motivos inspirativos lo que se escuchaba eran debates que con frecuencia tornaban a meras griterías de bajo y soez nivel.
Exacerbaba su malhumor el hecho de que escritores ajenos a su grupo, muchos de ellos casi desconocidos, lograran publicar sus obras aunque fuera solo en revistas marginales. Consideraban a estos como advenedizos poco inteligentes y se enfurecían cuando los entrevistaba algún periodista o eran galardonados con alguno que otro premio independiente.
En la última reunión, el grupo acordó constituir una asociación civil de escritores que como un sindicato, se encargaría de defender los intereses del mundo de las letras.
En un acto cargado de pompa y boato se redactaron los principios que definirían a un verdadero y real escritor. Se establecieron los cánones que reglarían, de ahora en adelante, al mundo literario. Una de estas normas establecía la necesidad de exigir a todo aquel que se llamara así mismo escritor, una licencia para escribir.
El siguiente paso era obtener el carácter de ley para sus premisas; para ello nombraron una comisión que se encargaría de establecer el enlace pertinente con la oficina del Gobierno responsable de tales asuntos.
Una vez concretada la audiencia, dicha comisión fue recibida por un alto funcionario del Ministerio de la Cultura, quien después de estudiar sesudamente las propuestas dijo estar de acuerdo en todo, aún así, sugería agregar como requisito indispensable para obtener la controversial licencia, la evaluación por parte de funcionarios del Ministerio de al menos tres obras inéditas escritas por el solicitante para tal fin. Esto causó estupor en el grupo de escritores que con mala cara y sintiéndose defraudados por quienes consideraban debían promover la cultura, rechazaron lo que dieron por llamar un acto de intolerable censura. De inmediato abandonaron el lugar dejando las cosas tal y como estaban.
Desde entonces los escritores utilizan con frecuencia el celebre refrán que algún remoto agorero hiciese popular: “Nadie es profeta en su tierra”.
CARLOS G. B.
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