Aquel día que encontró tus ojos encontró también este recuerdo que orada sus neuronas apáticas bañadas en alcohol, hoy secas de ilusión como piedras presas del Atacama. No estaban perdidos, estaban sobre él. Te vio extraviada, como si no pertenecieras a tu entorno y él, como un paladín trasnochado, más bien interesado, ofreció salvarte, salvarte de todo menos de si mismo; entonces era un lobo y tú eras su presa, su princesa – mencionó –. Dijiste que no, pero le diste las gracias y tus ojos de peluche triste, le desnudaron. Luego vino el baile donde no daba con tu nombre aún cuando tu teléfono no se le olvidó, ¿te fijaste? Más tarde, una llamada, una dirección con dos palmeras, un beso; ese fue el comienzo de algo que se prolongó y no termina, al menos para él, al menos por un instante más.
Las etapas pasaron así como las ganas de seguir buscando algo que no supo que pudo ser. Entonces tu blancura y esos cachetes como melocotones al tacto le persiguieron despierto y dormido. Tu talla pequeña que tanto criticó ahora es su medida perfecta; después de todo, no eras tan bajita – dijo –. Tu cabello ralo y escaso que dibuja una autopista blanca por el medio de tu cabeza se ha perdido en sus manos durante todas esas noches sin sueño, pletóricas de minutos solitarios. Tus gorditos que llenan de redondeces tu cuerpo hoy dejan sus labios vacíos de carne y de esperanza. No se dio cuenta que estabas tu, que eras tu más mujer de lo que pudo sentir, que veías el mundo a través de sus ojos, no pudo darse cuenta de cuanto le deseabas y peor aún, no se percató que en los días del futuro ibas a desaparecer y él lo sufriría. Hace ya algún rato que cayó la tarde.
Perdón por haber sido tan bestia – recalcó – pero es que de otra manera no hubiese sido él y es que irremediablemente sólo sabe conducirse como es, sea como sea, extraña cualidad en este mundo de plástico pero igual muy propia de un narciso marchito anclado a una imagen perfumada que yace monótona en esa playa hermosa, donde nunca pasa nada; savia que lo mantiene vivo, que son sus ganas y que esta noche se agota, llegan a su fin.
Mil formas de llegar a ti, todas tan factibles como fundar una granja en la falda de algún nunatak, tanto como ver desaparecer sus sueños en la pared del baño, como saber que jamás estas letras pardas te llegarán. Palabras muertas antes de nacer, sabiéndote triste, irrealizable, perdida, de una manera diferente a aquel día cuando te conoció. A veces me pregunto si ese día realmente existió o sólo se trata de un sueño que va a acabar, hoy seguro va a terminar – me repitió –.
Recién supo de ti y supo de los psiquiatras, de las pastillas y de ese juego fatal que te llevó a rozar la muerte; pero sigues viva, al menos en la yema de sus dedos, al menos hasta ésta noche que a diferencia de las que le precedieron, no tendrá amanecer. Quiere comprobar que tan eterno es esto que no puede nombrar y es que tiene el experimento perfecto para averiguarlo. Si existe alguna línea trascendente, la quiere cruzar y comprobar de una vez que tan fuerte e inmortal puede ser este amor que le da vida pero que también se la quita.
Basta ya de babosear fotos, de memorizar palabras escritas sobre papel mojado y salobre, de cerrar los ojos para verte en relieve en la cara inversa de sus parpados, difusa entre el rojo de su sangre que fluye por ti y que hoy está dispuesto a ofrecer en desapercibido sacrificio a los antiguos demiurgos que todo lo planificaron, hasta lo vuestro. No te puede decir adiós porque no te tiene cerca pero puede despedirse de si mismo y sentir por ti la tierra y probar la desconocida sensación que puede dejar, no lo se, el sublime momento de su último latido y cinco segundos después, conocer su final pensamiento, perfectamente amarrado a ti, porque si algo se, es que hoy será la última vez que te escribe.
Ya te contaré.
CARLOS G. B.